En el fondo, la
ideología tiene un poder de persuasión indiscutible.
Paulo Freire.
Aproximadamente hacia el tercer cuarto del siglo XII d.C. se
produjo el fin de la llamada civilización tolteca, cuyo principal centro radicaba en la ciudad de Tollan, a unos 61 Km. del extremo noroeste del antiguo complejo
lacustre de la Cuenca de México. Tribus nómadas norteñas de cazadores-recolectores, los
llamados chichimecas, y otras de agricultores ocasionales pero de tradición
cultural mesoamericana, invadieron los territorios del centro de México,
llegando a instalarse en las feraces tierras que rodeaban los lagos de la
Cuenca, habitados por pueblos sedentarios de agricultores, de cultura superior
a los recién llegados. Algunos grupos toltecas perduraron en poblaciones como Colhuacan e incluso más allá de
los volcanes, como en Cholollan. Estos invasores experimentaron un pronto proceso de
aculturación, adoptando las formas de organización social y política, la
religión y otros conocimientos de las poblaciones sometidas.
Entre estos grupos
invasores, de habla nahuatl, estaba el de los mexica, último de los que llegaron a establecerse en el espacio
antedicho. Según una de sus tradiciones, decían proceder de un lugar denominado
Aztlan -una isla en el
interior de una laguna- , que no es
sino una reproducción simbólica del lugar en que fundarían su capital, Tenochtitlan. También aseguraban que en su peregrinaje desde su lugar de
origen hasta su punto de destino habían sido conducidos por su dios tutelar, Huitzilopochtli, que les prometió guiarlos a un lugar donde se
establecerían y desde donde dominarían el mundo.
En su migración paraban durante cierto tiempo en
determinados lugares, entre los cuales merece destacarse Coatepec -Cerro
de la Serpiente-, porque según el mito allí volvió a nacer Huitzilopochtli, que hasta entonces era un conjunto de huesos contenidos en
el tlaquimilolli, bulto sagrado
portado por los teomamaque o sacerdotes-guías.
Allí, en Coatepec, Huitzilopochtli se hizo hombre y
acabó con la rebelión de su hermana Coyolxauhqui, a la que decapitó, y de sus hermanos los cuatrocientos
Huitznahuas, a los cuales arrancó y comió el corazón. El mito, adaptado de otro de origen tolteca, se interpreta como la supremacía del Sol-Huitzilopochtli sobre la Luna-Coyolxauhqui y las innumerables
estrellas-Centzonhuitnahua. De
contener algún rasgo histórico también podría ser entendido como la supresión
de una facción que pretendía permanecer en Coatepec
y no deseaba continuar la migración.
Llegados a la Cuenca de México no fueron bien
acogidos por los pueblos ya establecidos. En Chapoltepec -Cerro
del Saltamontes- se detuvieron
durante unos años, pero una coalición de pueblos ribereños, entre otros los
tepanecas y los colhuas, los expulsó, dispersándose algunos grupos y
quedando otros como siervos de Colhuacan.
Tras diversas vicisitudes, en 1.325 d.C., se establecieron
finalmente en una isla al oeste del lago Tetzcoco, fundando Tenochtitlan en donde, según el
mito, divisaron sobre un nopal a un águila devorando
a una serpiente; alegoría del triunfo del Sol, representado por el águila,
sobre las fuerzas telúricas, simbolizadas por la serpiente. Una facción
disidente se separó pocos años después afincándose en la vecina isla de Tlaltelolco. Se sabe, sin embargo, por los hallazgos arqueológicos que
ambos enclaves ya estaban poblados con anterioridad, dependiendo probablemente
del señorío tepaneca.
Su nuevo asentamiento, permitido por los tepanecas de Atzcapotzalco a
cambio de tributo y servicios como
mercenarios, demostró ser una elección acertada: al estar rodeado de agua
ofrecía una buena defensa contra cualquier ataque, el uso de canoas facilitaba
el rápido acceso a todas las ciudades ribereñas, y los productos del lago
posibilitaban el sostenimiento de la población.
Hacia 1.375 d.C. decidieron dotarse de un gobernante supremo
o tlahtoani, al igual que hacían los señoríos vecinos. El
nombrado fue Acamapichtli, hijo de un mexica y una hija de un
dirigente de Colhuacan. Con esta elección se procuraban una doble legitimidad, la
de sangre mexica y la de descendientes de los señores de Tollan, ya que Colhuacan
era el principal reducto de origen tolteca que quedaba después
de la caída de aquella ciudad.
A raíz de entonces, debido a la política de matrimonios
adoptada por Acamapichtli, comienza a configurarse una compleja estratificación social
en la que destaca el aumento de la nobleza, los pipiltin, que llegarían a acaparar los grados superiores en la
organización administrativa, en la milicia y en el sacerdocio.
Durante el mandato de
sus tres primeros tlahtoque, Acamapichtli (ca. 1.375 - ca.
1.395), Huitzilihuitl (ca.
1.396 - ca. 1.417) y Chimalpopoca (ca.
1.417 – ca. 1.426), los mexica fueron vasallos y tributarios del señorío de los tepaneca de Atzcapotzalco, ejerciendo también como mercenarios de los mismos en su
lucha por el dominio de las ciudades contiguas a los lagos. El señor de los
tepanecas -Tetzotzomoc-, incluso llegó a derrotar a los acolhuaque, tomando su capital, Tetzcoco.
Al morir Tetzotzomoc se debilitó el
poderío tepaneca, al que se enfrentó una coalición militar formada por los
mexicas y los acolhuas,
apoyados por las ciudades de Tlaxcallan, Huexotzinco, Cholollan y Chalco. Venció la coalición y a raíz de ello se constituyó una
confederación tripartita, conocida
como la Triple Alianza, entre las ciudades de Mexico-Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan, que se repartió las posesiones territoriales de Atzcapotzalco y fue la entidad
dominante en gran parte de México hasta la llegada de los españoles.
El tlahtoani mexica Itzcoatl, cuyo mandato duró unos catorce años (ca. 1.427- ca.
1.440), distribuyó las tierras ganadas entre su familia y la nobleza en primer
lugar, después entre los calpoltin, los templos y los guerreros destacados, dejando fuera del
reparto a los plebeyos. Se consolidaba así el status de la nobleza como clase
privilegiada frente a los macehualtin, principalmente
dedicados a tareas agrícolas.
Esta
situación se intentó racionalizar en el relato histórico, por parte del poder,
como la consecuencia de un pacto entre los nobles y los macehualtin. Los pipiltin eran partidarios de
la guerra contra Atzcapotzalco, mientras que el pueblo, temeroso, se oponía; incluso era
partidario de llevar la imagen de su dios, Huitzilopochtli, a la ciudad tepaneca, lo que se interpretaba como un claro
signo de sumisión. Finalmente se llegó a un acuerdo: en caso de ser derrotados
los mexicas, los macehualtin
matarían a los nobles y comerían su carne;
por el contrario, si éstos resultaban vencedores los plebeyos se
convertirían en sus tributarios, trabajarían sus tierras, edificarían sus casas
y portearían su bagaje y armamento en sus desplazamientos bélicos.
Una
vez ganada la guerra contra los tepanecas el tlahtoani mexica Itzcoatl decide
destruir los códices pictográficos en que se exponía el relato histórico
asentado y ordena la creación de una “historia oficial” nueva. Esta narración,
que es la que nos ha llegado a través de los cronistas, “olvidaba” que Tenochtitlan y Tlaltelolco ya estaban habitadas
antes de la llegada de los inmigrantes, para realzar el papel de los mismos
como fundadores de ambas urbes; exaltaba el papel de Huitzilopochtli como dios patrón y
conductor de éstos; y, finalmente, pretendía legitimar a sus gobernantes,
subrayando su ascendencia colhua, heredera de la tradición de Tollan, núcleo de
referencia cultural y de poder de los señoríos de la Cuenca -téngase en cuenta
el título de Colhuatecutli o Señor
de los colhua, adoptado por Itzcoatl-.
Pero sobre todo destacaba la función de los mexicas como pueblo encargado
de proporcionar al Sol su sustento para que diariamente renaciese de las
tinieblas nocturnas permitiendo que el mundo actual continuara existiendo; ese
alimento no era otro que la sangre y los corazones humanos, por lo que para
conseguirlo debían de capturar prisioneros guerreando contra poblaciones
enemigas.
Así, justificada la política bélica por razones religiosas -aunque no hay duda alguna de que se pretendían objetivos más seculares-, se lanzaron los mexica a un expansionismo militarista, que en tiempos de este tlahtoani ya les llevó a someter varias poblaciones del este y del sur de la zona lacustre, llegando a incursionar en las tierras del actual Estado de Morelos, tomando, entre otras ciudades, Cuauhnahuac -Cuernavaca- y Xiuhtepec -Jiutepec-.
Continuador de esta política de expansión fue su sucesor, Motecuhzoma I Ilhuicamina (ca. 1.440 - ca. 1.469). En primer lugar dirigió sus esfuerzos contra las ciudades ribereñas del sur de los lagos y logró dominar Chalco después de varios años de sangrientas batallas. Extendió sus conquistas hacia las costas del Golfo, a las tierras de los huaxtecas y de los totonacas. Por el sur y sureste llegó, en el actual Estado de Oaxaca, a la mixteca y a la patria de los zapotecas. Por el suroeste invadió parte de los territorios del actual Estado de Guerrero. Sin embargo, en su camino hacia el Golfo quedaron sin conquistar los enclaves de Huexotzinco -Huejotzingo- y Cholollan -Cholula-, en el actual Estado de Puebla, y Tlaxcallan -Tlaxcala-. Particularmente este último no llegaría a ser tomado nunca por los mexicas, permaneciendo libre en la época de la llegada de los españoles.
Dicen las crónicas que, como consecuencia de factores
climatológicos adversos, hubo una gran hambruna en la Cuenca de
México entre 1.450 y 1.454,
que obligó a emigrar a parte de la población y a venderse a algunos como
esclavos para poder subsistir. Dicho desastre se achacó al disgusto de los
dioses con el pueblo, por lo que se creyó conveniente hacerles sacrificios
humanos para mantenerlos aplacados. Y para conseguir prisioneros que sacrificar
se pactó, según algunas fuentes, la realización de "guerras floridas"
con Tlaxcallan y algunas
otras ciudades, contiendas rituales que solamente pretendían la obtención de
cautivos que inmolar por ambas partes.
Estas guerras, que ya existían desde tiempos anteriores a la llegada de los
mexicas a la Cuenca,
persiguieron en las postrimerías de la época mexica, en tiempos del segundo Motecuhzoma, un verdadero fin de conquista, y aunque no consiguieron la
pretendida dominación permitieron distraer a un adversario potencial,
debilitándolo, e impidiendo además su competencia mercantil, mientras la Triple
Alianza se dedicaba a la
ocupación de otros territorios.
A Motecuhzoma Ilhuicamina
le sucedió su nieto Axayacatl (ca. 1.469-ca.
1.481), que amplió los territorios conquistados por la confederación, llegando por el sur hasta Tecuantepec -Tehuantepec- y Cuauhtolco -Huatulco-, en la mar
del Sur, y anexionando a Tenochtitlan, en 1.473, la ciudad hermana de Tlaltelolco, que a partir de entonces pasaría a ser regida por un
gobernador militar. También conquistó diversas ciudades en el Valle de Toluca.
Pero su campaña militar contra los tarascos de Michhuacan, al oeste de Tenochtitlan, constituyó un
auténtico desastre bélico de proporciones no conocidas desde la fundación de la
ciudad hasta la conquista de la misma por
las armas castellanas. La derrota de los confederados fue total; murieron más
de 20.000 guerreros, retirándose los efectivos supervivientes hacia Ehecatepec -Ecatepec-.
Los tarascos nunca pudieron ser conquistados por la Triple Alianza, y a la llegada de los españoles no prestaron a Motecuhzoma II la ayuda que les solicitó para su enfrentamiento contra éstos.
Murió joven Axayacatl y su
sucesor y hermano mayor Tizoc (1.481-1.486)
duró poco en el cargo. Intentó conquistar Metztitlan, en el actual Estado de Hidalgo, pero fracasó en la
tentativa, y muchas ciudades anteriormente sojuzgadas se rebelaron, exigiendo
esfuerzos militares para someterlas. No agregó nuevos territorios a la
obediencia tenochca por lo que por todas estas circunstancias, según algunos
cronistas, los nobles decidieron
derrocarlo, para lo que acudieron al recurso del envenenamiento.
El elegido para dirigir los destinos de los mexicas fue otro hermano, Ahuitzotl 1.486 - 1.502), quien
siguiendo la costumbre instituída por su abuelo Motecuhzoma realizó
una campaña para hacer prisioneros que sacrificar en la celebración oficial de
su nombramiento.
A dicho acontecimiento fueron invitados, como de costumbre,
los señores aliados y los de las localidades sojuzgadas, así como los de las
ciudades todavía independientes. Los fastos ceremoniales duraron cuatro días, y
se entregaron abundantes presentes y regalos a los invitados, a los nobles mexicanos, a los
sacerdotes, a los soldados destacados y a los jefes de calpolli, siendo sacrificados casi mil cautivos. Se pretendía, no
solo celebrar la victoria del tlahtoani, sino mostrar la riqueza de Tenochtitlan y amedrentar a las
ciudades enemigas al ver lo que les podía ocurrir en caso de inicio de
hostilidades.
En
1.487, con motivo de la inauguración del Templo Mayor, cuyas obras de engrandecimiento había emprendido su
antecesor, pero que no pudo ver terminadas, durante cuatro días fueron
sacrificados 20.000 cautivos, según la fuente documental que ofrece una cifra
más baja. Se hizo uso de nuevo de la propaganda por los mexicas con la invitación a
los señores comarcanos y a los de ciudades independientes a asistir a los
oportunos actos.
Con sus
campañas militares, este belicoso tlahtoani, que no dudaba nunca en ponerse al frente de sus guerreros,
condujo a la Triple Alianza a su mayor grado de
expansión, llevando sus victorias por todo el territorio y llegando por el sur
hasta las costas del actual Estado de Guerrero y por el sureste más allá del
Istmo de Tehuantepec -hasta Ayotlan, la
actual Ayutla, en la actual
República de Guatemala-.
En
1.502, poco después de la campaña emprendida contra el sureste de Tecuantepec, falleció Ahuitzotl, envenenado según una versión, o según otra a causa de una
herida que se hizo en la cabeza al golpearse con el dintel de una puerta cuando
intentaba huir de una inundación en Mexico-Tenochtitlan.
El
gobernante tenochca a la llegada de los castellanos a las costas del Golfo era Motecuhzoma Xocoyotzin (1.502-1.521)
hijo del tlahtoani Axayacatl y por tanto sobrino
de Ahuitzotl. Hombre reflexivo y religioso, buen guerrero y gran político,
desde el principio se propuso la tarea de consolidar las conquistas realizadas
por sus predecesores, ya que las ciudades más alejadas de la capital se
rebelaban a veces, negándose a pagar el tributo, y además existían enclaves independientes entre sus
dominios que era preciso sojuzgar.
Llevó a
cabo una serie de reformas en los ámbitos político, económico y religioso. Las
reformas políticas fueron dirigidas a una centralización del poder en su
persona, y al fortalecimiento del papel de Mexico-Tenochtitlan dentro de la Triple
Alianza hasta casi eclipsar
el de sus aliados. Desde el punto de vista económico favoreció el comercio en
general, sobre todo el de larga distancia en el que participó el estado a
cambio de favorecer a los pochteca. En el plano religioso afianzó el rol de Huitzilopochtli ante los demás dioses
de las poblaciones conquistadas, a los que mandó construir un edificio
colectivo -el Coateocalli- dentro del recinto del Huey
Teocalli de la capital, y
cambió el año de celebración del Fuego Nuevo de 1.506 -Uno Conejo-
a 1.507 -Dos Caña-, haciendo coincidir la fiesta en el mes de Panquetzaliztli, en el que tenía lugar la fiesta dedicada
a Huitzilopochtli.
En el plano militar se vió forzado a realizar numerosas incursiones
hacia la región del actual Estado de Oaxaca, con el fin de dominar diversas
sublevaciones, además de otras contra ciudades rebeladas en el Valle de Toluca, hacia la Huaxteca, Guerrero y Chiapas. Aunque no pudo dominar a los michhuaque fortaleció la
frontera noroeste frente a los tarascos. Pero es de hacer notar que a pesar de combatir numerosas
veces a los tlaxcaltecas nunca llegó a dominarlos, desempeñando éstos un
importante papel en la guerra de conquista de los futuros invasores
castellanos.
Como se ha visto, las reformas introducidas por Itzcoatl, después de la derrota de los tepanecas, llevaron al establecimiento de una sociedad fuertemente
estratificada, que situaba a los desposeídos plebeyos frente a una aristocracia
nobiliaria terrateniente que iba en aumento gracias a la poliginia, dada la
tolerancia social y estatal de esta forma de poligamia.
Itzcoatl ordenó reescribir la
“historia” para tratar de justificar los intereses de la élite y su derecho a
gobernar, como herederos de la legitimidad tolteca. Pero en esa reelaboración la novedad más importante, en
cuanto impulsora del expansionismo territorial, fue la concepción ideológica,
probablemente inspirada por Tlacaelel, de que los mexica eran el pueblo
elegido para mantener al Sol-Huitzilopochtli con
vida, suministrándole a diario su alimento sagrado: el corazón y la sangre de
los humanos. El sacrificio de personas ya
existía en Mesoamérica hacía siglos, pero
nunca en el volumen que desde mediados del siglo XV llegó a alcanzar entre los
mexicas. Esa necesidad de individuos para la oblación en rituales
ceremoniales rígidamente reglamentados, independientemente de los sacrificados
de la propia población -niños, esclavos, deformes, voluntarios-, se halló en
los cautivos capturados en guerras de conquista.
La exaltación de Huitzilopochtli como principal dios mexica
y la prescripción de un elaborado culto estatal basado en los sacrificios
ligaba la religión, en su conjunto, con las ambiciones guerreras y
expansionistas de Tenochtitlan. Dice León-Portilla:
Los Aztecas se orientaron hacia el camino del imperialismo místico. Convencidos de que para impedir el cataclismo final era necesario fortalecer al sol, emprendieron la misión de suministrarle la energía vital que solamente se encontraba en el líquido precioso que mantiene al hombre con vida. Sacrificio y guerra ceremonial, que era la principal manera de obtener víctimas para los ritos sacrificiales, eran sus actividades centrales y el núcleo de su vida personal, social, militar, religiosa y nacional. Esta visión mística del culto de Huitzilopochtli transformó a los Aztecas en grandes guerreros, en “el pueblo del Sol”.1
Esa
convicción místico-guerrera no nos puede ocultar que detrás de la misma se
perseguían objetivos económicos, ya que se imponían tributos, en especie y en
servicios personales, a los pueblos sojuzgados. La demanda estatal de víctimas
propiciatorias estaba en estrecha conexión con los intereses de determinados
grupos de la estructura social, como el tlahtoani, la nobleza de linaje, el sacerdocio y sus templos, que se
convirtieron, junto con el estado, en detentadores de tierras y perceptores de
tributos.
Más
allá de ello, los beneficios económicos de las guerras, con su corolario de
tributos, alcanzaban a toda la sociedad mexica. Hasta el gobierno de Motecuhzoma II los
guerreros plebeyos distinguidos en la captura de prisioneros podían ascender en
la escala social y ser beneficiarios de oficios y prebendas económicas en la
administración estatal. Los tlahtoque emprendieron
la realización de una serie de obras públicas que permitieron ganar tierras,
antes pantanosas, al lago; es el caso de las famosas chinampas, de elevada productividad agrícola. La centralización de
las exacciones en manos del estado posibilitó el almacenamiento de productos
alimenticios para prevenir épocas de sequía y paliar en parte el efecto de las
hambrunas que conllevaban. El aumento de la riqueza de la nobleza provocó en la
misma un deseo de productos suntuarios que propició el aumento de una población
artesana que, agrupada en gremios, transformaba las materias primas exóticas
procedentes del tributo. Así, florecieron los artífices de la pluma o plumajeros -amanteca-, los
orífices -teocuitlahuaque-,
los artífices diestros en el tallado de piedras preciosas -chalchiuhtlateque-.
Existían también gremios de alfareros, lapidarios, canteros, pintores, etc.
Así pues, el militarismo expansionista mexica se basaba en razones
individuales y colectivas de índole socioeconómica, ya que posibilitaba una
cierta permeabilización ascendente en la estructura social y sus beneficios
económicos, aunque repartidos de forma desigual, llegaban a todas las capas de
la población. Pero tanto como estas razones tangibles no eran menos importantes
las ideológicas que lo sustentaban: su visión cosmológica, la identificación de
Huitzilopochtli con el Sol, la
creencia de ser el pueblo elegido para mantenerlo con vida a través del
alimento de seres humanos, principalmente prisioneros de guerra, y la creencia
de que los guerreros muertos en combate iban al paraíso acompañando al Sol cada
mañana en su ascenso hasta su zénit.
Sin embargo, este expansionismo estuvo desde el principio
hipotecado por razones consustanciales con el modelo de dominación y,
posteriormente, con la crisis interna del estado mexica, cuyos efectos se manifestaron claramente bajo el gobierno
de Motecuhzoma II. Las contínuas conquistas no iban seguidas
de una consolidación ulterior, ya que la política militar mexica estaba basada
en la imposición de tributos a los vencidos y en la captura de prisioneros para
el sacrificio, pero en la mayor parte de los casos dejaban intactas las
estructuras de poder de los señoríos sojuzgados, retirándose el ejército invasor a la metrópoli; es lo que
Hassig2 designó como un sistema hegemónico o de dominio indirecto, frente a otro
territorial o de dominio directo.
Las fuerzas de la Triple Alianza buscaban someter
territorios vulnerables y ricos; no llevaban su lucha hasta el final a tierras
montañosas o que ofrecían escasos alicientes económicos, por lo que dejaban
enclaves independientes en su ruta expansionista. Estos enclaves alentaban
rebeliones de ciudades ya sometidas e incluso acogían a sus dirigentes en caso
de derrota. Y las ciudades sojuzgadas, en cuanto se preciaban de suficiente
fortaleza, se negaban al pago del tributo o abiertamente se
sublevaban.
En los años de expansión territorial que van desde el
gobierno de Itzcoatl al de Ahuitzotl, aproximadamente unos 75 años (ca. 1.427 a ca. 1.502), la
política expansionista ofreció, en general, los resultados codiciados. Pero en
tiempos de Motecuhzoma II
comenzaron a manifestarse los efectos adversos intrínsecos al sistema de
dominación. Intentó este tlahtoani una política de
consolidación de los señoríos sometidos y de estabilización social, tratando
además de subyugar los enclaves independientes. Ahuitzotl Había extendido ampliamente los territorios dominados,
pero dejó una situación de contínuas rebeliones a las que tuvo que hacer frente
su sucesor, que tampoco pudo conquistar a los tlaxcaltecas y tarascos, entre otros.
Al
crecer el espacio dominado se hicieron evidentes los problemas de intendencia.
La población de Tenochtitlan aumentó
considerablemente hacia finales del siglo XV y primeros años del siglo XVI, y
una buena parte de ella se dedicaba a actividades no relacionadas con la
agricultura. Los territorios más alejados de la capital no podían suministrar,
por ser bienes perecederos, productos alimenticios, siendo su aportación
tributaria principalmente de bienes de lujo o materias transformables. El peso
de este avituallamiento se hizo recaer en los señoríos más cercanos a Tenochtitlan, aumentándoles los
impuestos, lo que se tradujo en numerosas revueltas que al ser aplastadas se
sancionaban con la asignación de mayores cuotas tributarias, pero con menores
personas para producir, dado el número de cautivos que se hacían.
A estos problemas logísticos hay que añadir las tensiones
producidas en el seno de la sociedad mexica. Motecuhzoma Xocoyotzin
frenó las posibilidades de ascenso social con su política favorecedora a
ultranza de la nobleza de sangre. La movilidad social, aunque limitada, había
permitido hasta entonces que determinados sectores de la sociedad -guerreros
descollantes en el combate, sacerdotes de extraordinaria capacidad,
comerciantes de éxito- fuesen distinguidos con honores, poder y riquezas que
venían a significar un ascenso en la estructura de clases. Sin embargo, las
rígidas medidas adoptadas por Motecuhzoma
en pro de la nobleza de sangre, como la separación de los plebeyos de los
cargos de la administración estatal a favor de aquella, debió de crear profunda
animosidad en una parte de la población que veía mermadas sus oportunidades de
mejora económica y social. Estas disposiciones dieron lugar a una falta de
alicientes de los macehualtin para
participar en las guerras, en las que el único resultado real que podían
obtener era salir con vida.
Tampoco jugaban a favor del ardor guerrero las decepciones
producidas por la política militar fallida de conquista de los enclaves
independientes, que condujo a peores resultados en sucesivas contiendas.
Pero como lo hacen notar Conrad y Demarest:
Aún más nefasta que la pérdida de fe en sí mismos de los mexicas fue la amenaza de una posible erosión de su fe en la cosmología imperial.3
La asentada ideología estatal, basada en el culto principal a Huitzilopochtli, exigía continuas guerras y cautivos que sacrificar a los dioses para que la era actual continuase existiendo, a la vez que aquél les había prometido invencibilidad y dominio del mundo. Sin embargo, la política militar de consolidación territorial había traído consigo una serie de derrotas, o al menos fracasos, que al limitar el número de cautivos disminuía el alimento de los dioses que, pensaban los mexica, mostraban su disgusto no favoreciendo el éxito en campañas posteriores.
Definitivamente,
la política de consolidación interna, en el plano militar, y de estabilización
de las estructuras sociales chocaba de frente con el sistema ideológico mexica, basado en un culto estatal que suponía una expansión
exterior ilimitada a través de guerras victoriosas para alimentar a los dioses
y permitir que éstos mantuviesen el funcionamiento del cosmos.
De haber continuado sin modificarse estas políticas es
posible que los mexicas hubiesen fracasado en
constituir un amplio estado estable; pero esto es algo que sólo se puede
conjeturar, ya que la llegada de los españoles supuso la derrota y destrucción
de Mexico-Tenochtitlan y el fin de una
cultura que había alcanzado un notable grado de civilización.
2. Ross Hassig: Aztec warfare. Imperial expansion and political control. Oklahoma University. 1988. Capítulo 2. p. 19. ↩
3. Geoffrey W. Conrad y Arthur A. Demarest: Religión e Imperio. Dinámica del expansionismo azteca e inca”. Alianza Editorial. Madrid. 1998. p. 103.↩
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