Aproximadamente a los quince años de la toma de posesión de Motecuhzoma I se llegó al final de una serie de desastres naturales que trastocaron el normal discurrir de la vida en el Huei Tlahtohcayotl. Me refiero al período que comenzó en 1.446 con una plaga de langosta que devastó las cosechas, se repitió al año siguiente y continuó con una serie de heladas y sequías que azotaron la Cuenca de Mexico en el período 1.450-1.454 d. C. Arrancó el año de 1.450 con tempranas heladas y una gran nevada que arruinaron las cosechas, no pudiéndose recolectar ni un solo grano de maíz. Al año siguiente se reprodujeron las heladas que volvieron a impedir recoger las mazorcas por lo que, al agotarse las existencias, el hambre comenzó a sentirse en la población. En 1.452 hubo sequía y no se pudieron obtener semillas para plantar al año siguiente, con lo que se produjo la gran hambruna que afectó de manera gravísima a todas las poblaciones circunvecinas de Tenochtitlan.
La gente comenzó a
morir, no sólo de inanición sino también a consecuencia de las enfermedades
provocadas por la desnutrición, especialmente ancianos y niños. Motecuhzoma, al igual que hicieron
los otros dos tlahtoque de la Triple Alianza, intentó aliviar el
problema: suspendió los tributos a sus vasallos mientras duró el desastre;
repartió maíz y también frijoles de
los graneros estatales, aunque la medida no fue suficiente ya que las reservas
llegaron a agotarse; incluso se prohibió
que nadie, bajo pena de muerte, cogiese mazorcas de maíz, aunque el maizal
fuese suyo.
El sector más pobre de la población
comenzó a emigrar a otras zonas no afectadas por las inclemencias del tiempo,
fundamentalmente a las tierras calientes del Golfo; algunas gentes se vendían
como esclavos por un puñado de grano; otros vendían a sus hijos y otros morían
antes de llegar a su destino. He aquí como describe Torquemada parte del
problema:
[…] de aquí resultó una grandísima hambre y tanto que llegaron estos pobres mexicanos a comer raíces de tulin (que es la que llamamos nosotros enea o espadaña) y otras raíces de yerbas silvestres, por no tener cosa que comer; y llegó a tanto la penuria que se vendían los unos a los otros por precio de maíz; y viendo el rey y su consejo que esto pasaba y que era fuerza pasar así, porque de todo punto no perecieran los mexicanos, dieron permiso de que ya que se hubiesen de vender por esclavos, fuese el valor y precio de una doncella, cuatrocientas mazorcas de maíz, que desgranadas hacen una hanega o poco menos, y el de un mancebo o mozo, fuesen quinientas mazorcas.1
El año de 1.455 fue un
período de abundantes lluvias y la normalidad regresó poco a poco a los
trabajos agrícolas y a la vida en las ciudades del Altiplano.
Los desastres agrícolas y la consiguiente hambruna fueron atribuídos
por los sacerdotes al disgusto de los dioses con el pueblo, según refiere
Ixtlilxochitl2, por lo que estimaron conveniente hacerles
sacrificios humanos para mantenerlos aplacados. Según una creencia mítica de
los pueblos nahuas, al igual que los hombres habían sido creados por el
sacrificio de los dioses,
parecía normal que aquellos se sacrificasen ofreciéndoles a éstos el preciado alimento que necesitaban,
los corazones y la sangre, para que el mundo siguiese funcionando. Los
dirigentes de la Triple Alianza acordaron, según criterio de Netzahualcoyotl, que el mejor medio de
lograr abundantes personas para ofrendar era hacer prisioneros en unas batallas
cuyo fin no era el de la conquista territorial sino el de obtener cautivos
enemigos. Y así concertaron con los señoríos trasmontanos de Tlaxcallan, Huexotzinco y Cholollan el mantener periódicamente dichos combates,
conocidos como xochiyaoyotl -guerra florida-, en la
que los oponentes apresados por ambos bandos eran sacrificados en las ciudades
de los captores.
Otros cronistas,
como Durán3 y
Tezozómoc,4
añaden a las ciudades anteriores otras como las de Atlixco, Tecoac y Tliliuhquitepec y atribuyen el inicio de las guerras floridas
con estos señoríos a la necesidad de obtener cautivos que sacrificar a Huitzilopochtli en el Huei Teocalli -Templo Mayor- de Tenochtitlan y a la intención añadida de que los
guerreros e hijos de los nobles pudiesen adiestrarse
militarmente en ejercicios reales. He aquí como describe Durán la elección de
esos lugares, como si se tratase de un mercado cercano para obtener carne para
su dios:
Este tiangez y mercado, digo yo Tlacaelel, que se ponga en Tlaxcala y en Vexotzinco, y en Cholula y en Atlixco, y en Tliliuhquitepec y en Tecoac, porque si le ponemos mas lexos como en Yopitzinco ó en Mechoacan, ó en la Guaxteca ó junto á esas costas, que ya nos son todas sujetas, son prouincias muy remotas y no lo podrán sufrir nuestros exércitos: es cosa muy lexana, y es de advertir que á nuestro dios no les son gratas las carnes de esas gentes bárbaras, tiénela en lugar de pan baço y duro, y como pan desabrido y sin saçon, porque como digo, son de estraña lengua y bárbaros, y así será muy acertado que nuestro mercado y feria sea en estas seis ciudades que e nombrado; conviene a sauer, Tlaxcala, Vexotzingo, Cholula, Atlixco, Tliliuhquitepec y Tecoac, la gente de los cuales pueblos terná nuestro dios por pan caliente que acaua de salir del horno, blando y sabroso. [...] y a de ser esta guerra de tal suerte, que no pretendamos destruillos, sino que siempre se esté en pié, para que y cada quando que queramos y nuestro dios quiera comer carne y olgarse, acudamos allí como quien va al mercado á mercar de comer, y para esto debes mandar, poderoso señor, juntar tus grandes, y que se haga con consejo y parecer de todos.5
Parece como si para estos dos cronistas, que ofrecen el relato de estas guerras floridas desde el punto de vista de la Triple Alianza, las mismas se hubiesen iniciado durante el señorío de Motecuhzoma I, pero está registrado en otras fuentes que los chalcas las habían practicado mucho años antes. Chimalpahin relata que hubo guerras floridas entre los chalcas y sus vecinos tlacochcalcas en 1.324 d. C. -cuando aún no había sido fundada Tenochtitlan-, y de aquellos contra los mexicas cuando éstos luchaban como mercenarios al servicio de los tepanecas de Atzcapotzalco6.
Estas guerras, según los cronistas, estaban muy
regladas: se acordaban los campos donde las batallas tendrían lugar y el día
del evento, acudían al lugar del combate el mismo número de guerreros por ambos
bandos y se luchaba, según pautas establecidas, en un enfrentamiento cuerpo a
cuerpo. Se producían muertes, aunque la pretensión principal era hacer prisioneros.
Diversos estudiosos,
basándose en el historiador Ixtlilxochitl y en parte en las fuentes pro-tenochcas, han
atribuído un fin puramente ritual a
estas guerras floridas mantenidas con los señoríos del otro lado de los grandes
volcanes: el de que a través del sacrificio de cautivos, se
contentase a los dioses para obtener sus mercedes, se propiciase la consecución
de buenas cosechas y se alimentase al Sol para que diariamente renaciese de las
tinieblas nocturnas, permitiendo que el mundo actual continuara existiendo.
Ahora bien, no sólo en la xochiyaoyotl -guerra florida- se capturaban enemigos para
el sacrificio, sino en mayor número en las guerras de verdadera conquista, en
las que el fin último era la derrota total del adversario.
Un estudio más profundo
de las fuentes deja ver la persecución de otros objetivos, de naturaleza
política y económica, con las guerras floridas.
Así, desde un punto de vista político se seguía una estrategia de agotamiento del
contrario que, a la vez que permitía el ejercicio militar propio, dejaba para
un futuro la conquista definitiva de un enemigo previamente debilitado. No era
menor la estrategia propagandística: a las fiestas y fastos del sacrificio eran invitados
dirigentes de señoríos sujetos y otros
no sometidos, infundiéndose entre
los mismos un sentimiento de admiración y de terror por lo que les pudiera
ocurrir a sus ciudades y a ellos mismos en caso de rebelarse o entrar en guerra
con los estados de la Triple Alianza. Además, estas guerras
permitían el mantenimiento del estatus social de los nobles y militares
distinguidos: aquellos guerreros que se destacaban en las batallas capturando
prisioneros eran recompensados con grados militares y con dádivas, consistentes
en la entrega de piedras preciosas, mantas,
permiso para el uso de vestidos de algodón, enseñas y divisas, bezotes, narigueras y otros artículos, en proporción al número de
cautivos que cada uno realizaba; e incluso con el desempeño de cargos públicos,
como calpixque -recaudadores de
tributos-, jueces, etc.
Desde el punto de vista
económico, los señoríos mencionados y especialmente Tlaxcallan, mantenían con los
pueblos de las costas del Golfo importantes relaciones comerciales que entraban
en colisión con las de la Alianza y,
como se ha visto anteriormente, se asociaban con aquellos para combatir contra
ésta o incitaban a la rebelión a aquellas poblaciones que habían sido ya
conquistadas. Por lo tanto resultaba conveniente debilitarlos a fin de que
militarmente no impidiesen la expansión territorial por las tierras calientes
del Golfo.
En resumen, las guerras floridas,
con fines rituales, ya existían desde
épocas anteriores a la llegada de los mexicas a Tenochtitlan,
aunque probablemente en tiempos de Motecuhzoma Ilhuicamina se fomentó su
utilización con el objeto de proporcionar una base ideológica con que
justificar los intereses de los dirigentes: mantenimiento del estatus
privilegiado del estamento nobiliario como principal actor en las luchas;
servir como instrumento de propaganda
del poderío tenochca; debilitamiento paulatino del adversario antes de la
derrota final; e impedir la competencia mercantil del enemigo en otros territorios.
2.Fernando de Alva Ixtlilxochitl: Historia de la nación chichimeca. Ed. Dastin. Madrid. 2000. Cap. XLI. pp. 168-170.↩
3.Fray Diego Durán: Ob. cit. Vol I. Capítulo XXIX. pp. 289-292. ↩
4.Fernando Alvarado Tezozómoc: Crónica Mexicana. Editorial Dastin. 2ª ed. Madrid 2001. Capítulo 41. pp. 180-182. ↩
5.Fray Diego Durán: Ob. cit. Vol I. Capítulo XXVIII. pp. 287-288.↩
6.Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin: Las Ocho Relaciones y el Memorial de Colhuacan. Ed. CONACULTA. México 2003, 1ª reimpresión. Vol. I. Tercera Relación. pp. 207 y 225-227. ↩